Presentaciones
Las Circunstancias…
Julián de Zugasti y Sáenz…
Los Estribos…
(foto de Eusebio Paez, «El Chato». A su derecha, atravesado por una bala, el escapulario que llevaba cuando lo mato la G.C.)
La Leyenda De Bandolero Bueno.
Quiza por la influencia de la serie Curro Jiménez y otras películas y novelas del mismo estilo, o porque en el imaginario popular todo aquel que robaba a los ricos debiera ser para repartirlo luego a los pobres, la leyenda del bandolero bueno se ha implantado en el subconsciente del pueblo español.
La realidad no fue así. Los bandoleros españoles, salvo muy pocas excepciones, que más que a bandidos concretos se refieren a contadas acciones benéficas que protagonizó alguno de ellos, la gran mayoría fueron gente con muy pocos escrúpulos. Hablamos siempre del bandolero típico que se echaba al monte tras cometer un delito grave y luego seguía delinquiendo para sobrevivir o, en muchos casos para vivir mejor que los demás. Vamos, que el objeto de sus robos no era para repartirlo a los pobres, sino que robaban a quien podían, fueran ricos o pobres con mala suerte, y sólo pensando en su propio beneficio. Aunque todos ellos sabían que era fundamental para sobrevivir de su oficio, contar con el apoyo del pueblo llano y esto suponía la necesidad de hacer alguna buena obra de vez en cuando, preferentemente con testigos de vista.
En el caso de Pernales, era un asesino y violador cargado de vicios, entre ellos el juego de naipes con apuestas fuertes y «las niñas bonitas» como él llamaba a las prostitutas. Hubo ocasiones en que regaló un duro de los que robaba a algún enfermo o necesitado y, en cierta ocasión, después de asaltar un cortijo, le dió por sentar uno a uno en una silla a los trabajadores de la casa e irlos afeitando como si fuera un barbero a domicilio, era la obra buena de aquel día (Habría que ponerse en el pellejo del que, allí sentado, veía pasar la navaja barbera en la mano de Pernales, por las cercanías de su carótida).
Quizás las pocas excepciones a ese comportamiento, siempre egoísta y desalmado, fueron los «bandoleros» provenientes de las partidas de guerrilleros de la Guerra de la Independencia, que cuando terminó esta, siguieron viviendo de las armas, porque no sabian hacer otra cosa, y actuando unas veces de mercenarios para algún interés político o abrazando una causa (Carlistas o Liberales…) para seguir en la pomada y disfrutar de su condición de líderes de una partida armada. Alguno de estos fueron excelentes militares, como el Cura Merino o Juan Martín el Empecinado.
Nuestra novela muestra claramente está cruda realidad del bandolero con escasas virtudes morales, como fueron prácticamente todos.
Caciquismo y Bandolerismo
Tiroteo en el cortijo de Las Navas (Lucena)
(Fragmento de «PERNALES, el último bandolero» de Manuel Pedrosa)
«….
— Queremos comida y todo el dinero que tengan, o le pegamos fuego al cortijo y al granero —dijo Pernales en tono bajo, pero amenazante, mientras el Gloria esperaba fuera sujetando los caballos.
En un arranque de entereza, la mujer dio un portazo a la portezuela de madera de la cancela y se fue corriendo hacia la sala donde estaban comiendo Antonio y sus dos pequeños. Entre los dos cogieron a los niños y subieron escaleras arriba para encerrarse en el dormitorio principal, cuyo balcón daba al patio del cortijo. El Sevillano sacó un revólver que guardaba en la habitación y empezó a hacer fuego contra el Gloria que estaba en el patio:
— ¡¿Queréis dinero?! ¡Pues lo que yo os ofrezco son tiros!
Una de las balas impactó en una pata de la yegua que traía Pernales, lanzando esta un lastimoso relincho. Francisco, mientras tanto, corría haciendo eses por el patio, quizás como consecuencia de la borrachera que llevaba, o tal vez para evitar los tiros provenientes del balcón. Cuando se terminaron las seis balas del revólver se puso El Sevillano a cargarlo de nuevo, momento que aprovechó Pernales para soltarle un tiro de postas de su escopeta, que dio con el cuerpo de Antonio en el suelo, impactado por tres de las postas, una de ellas en el pecho. Al ver abatido al dueño, los dos bandidos se volvieron para entrar de nuevo en el cortijo. De varios empujones descerrajaron la cancela y posteriormente la puerta del dormitorio donde se había parapetado la familia. Pernales se dirigió con expresión de rabia al hombre que momentos antes les había estado disparando y que ahora se encontraba tendido, manando sangre del pecho y de un brazo. El bandido, visiblemente excitado y con los ojos encendidos, montó de nuevo la escopeta y la apuntó a la cabeza del herido con intención de rematarlo en el suelo.
—¡No me lo mates! —suplicaba Mercedes, arrodillada junto a su viejo amante y con el rostro vuelto hacia el bandolero— ¡Si lo haces, su familia vendrá y nos echará de aquí a mi y a mis hijos!
Pernales se quedó dudando, mirando a la mujer con una mezcla de rabia, compasión y lascivia que le provocaba la vista superior del generoso escote de Mercedes. Viendo las intenciones de su compañero, el Gloria, que había estado mientras tanto registrando la cómoda del dormitorio, lo sujetó del brazo:
—¡Déjate de tonterías y vámonos de aquí! ¡He encontrado el dinero y he cargado en este petate las cosas de valor que he visto! ¡Ya mismo estará esto lleno de gente que habrá escuchado los tiros! ¡Andando!
Francisco Ríos desmontó la escopeta, mientras arrancaba la leontina con el reloj de oro del chaleco ensangrentado de El Sevillano, dejando a la mujer arrodillada en el suelo; luego se acercó a la cómoda y, además de lo que ya había empaquetado su compañero, cogió dos preciosos mantones de manila bordados, que guardaba Mercedes en uno de los cajones, para llevarlos como regalo a su Conchilla. Antes de irse cogió también un magnífico rifle americano de dieciocho tiros que había en una vitrina de la planta baja. Ya en el patio, Pernales se dirigió a la cuadra del cortijo, cuyo portón daba al patio empedrado y se llevó la magnífica yegua blanca de Antonio Moscoso, dejando la suya herida en el interior de las cuadras.
…»
Muerte de Pepe Quelástima
Cuatro horas antes de realizar la conferencia telefónica, Carvajal había enviado un telegrama al cuartel de la Guardia Civil de Campillos, indicando la hora a la que llamaría y los pormenores que necesitaba sobre el asesinato de José Ordoñez, propietario de la envasadora de aguas medicinales, en cuya puerta cayó muerto. Aproximadamente a las 13 horas del mediodía, el fiscal de Puente Genil descolgó el teléfono del Ayuntamiento, sito en una pequeña sala, en cuya puerta un letrero de latón indicaba: “Sala de Conferencias”
—Buenas tardes, mi sargento. Seré breve. ¿Me puede facilitar datos personales de la víctima?
—Se llamaba José Ordoñez Benítez, de treinta y nueve años de edad, soltero, natural de Campillos, en muy buena posición económica. Diría que la mayor fortuna de la comarca.
— ¿A qué hora se produjo el asesinato?
— Serían las diez de la mañana, señor fiscal. Algunos de los que trabajan en la envasadora estaban en la puerta almorzando. La víctima salió de la oficina a departir con los trabajadores, pero no le dio tiempo a decir nada. Los que allí estaban oyeron sólo un golpetazo, como si fuera un palo a un costal de trigo y, de seguida, don José cayó hacia atrás como por un empujón, con un boquete en el pecho.
— ¿Vieron huir a alguien o escucharon galopar de caballos…?
— No señor. Solamente una nubecilla de humo blanco, elevándose sobre un olivo ralo, en el cerro de enfrente de las instalaciones, a unos quince olivos de distancia.
— ¿Registró usted el sitio donde vieron la nubecilla de humo?
— Por supuesto. Encontramos un casquillo de bala, que tengo guardado junto a nuestro informe para el juez. Es del calibre 45-70 Gov. Eso pone en el culote de la vaina.
— Para su información le diré que es un cartucho americano, de pólvora negra, de ahí la nubecilla que vieron. No es de mosquetón ni tercerola. Probablemente de un rifle Winchester modelo 1886 o Marlin modelo 1895, que son de los que he visto por aquí, en monterías, recamarados para ese cartucho. A esa distancia tuvo que ser un gran tirador el que hizo el disparo, ya que el proyectil, aunque demoledor, tiene bastante caída.
— La bala ya se la ha extraído el médico forense al cuerpo del difunto, es bastante gruesa y de plomo sin encamisar. Estaba deformada e hizo un gran destrozo en el corazón y los pulmones. La muerte fue instantánea.
— Me hago una idea, sargento. Mejor dicho, por lo que usted me ha contado me hago una composición completa de los hechos. Muchas gracias por la información. Siga usted el curso normal del expediente, pasándolo al juez de su distrito. Un afectuoso saludo y muchas gracias por la información suministrada. Una última cosa: quisiera saber, cuando usted tenga conocimiento de ello, los últimos movimientos económicos, amorosos o de cualquier índole que realizó la victima y que pudieran tener relación con su asesinato. Cuando usted sepa algo… a quien debía dinero, quién le debía a él, o con qué mujeres se relacionaba… no dude en ponerse en contacto conmigo.
—¡Ah! Una cosa más, señor fiscal —interrumpió el sargento, viendo que se iba a acabar la conversación—. Creo que el hombre que mató a José Ordoñez es zurdo.
— ¿Y como lo sabe usted, mi sargento? —Carvajal no pudo disimular la sorpresa ante aquella afirmación—.
— En el alto donde localizamos la vaina del cartucho, había un tocón, de poyete amplio, de los que forma la pata de un olivo talada a ras, en horizontal. Claramente, el asesino se apoyó allí para disparar, ya que, por detrás de ese poyete, la tierra estaba pisoteada. La vaina estaba a la izquierda del tocón, aun estando el suelo en pendiente hacia el olivo por ese lado. Lo que quiere decir que la expulsión de la vaina se produjo hacia la izquierda del apoyo, o lo que es lo mismo, que lo maneja un zurdo.
Carvajal puso los ojos como platos. No se esperaba esa observación y posterior deducción de un guardia civil chusquero. Por un momento se mantuvo en silencio. Tardó varios segundos en reaccionar.
—Muchas gracias por todo, sargento. Me gustaría tratarlo en persona cuando se pueda. Creo que compartimos una bonita afición.
(Fragmento de «PERNALES, el último bandolero» de Manuel Pedrosa)
…Antes de las doce del mediodía, Francisco estaba sentado en la misma silla que la otra vez, en el mismo cuarto sin muebles ni ventanas y con la misma luz cegadora en lo alto. El cabo se había quitado la guerrera y se estaba arremangando, con un vergajo en su mano derecha. Esta vez había atado al muchacho a la silla en posición contraria, con el espaldar de la misma contra el pecho del chico, ofreciendo éste su espalda desnuda, tras despojarlo de la blusa.
— Ya tienes los huevos negros para que luego me duela la mano de darte guantadas. Sé que has sido tú el que ha matado el mulo y lo vas a declarar, pero antes te vas a llevar un buen recuerdo mío, para que no se te olvide por un tiempo.
El cabo iba a descargar el primer golpe contra la espalda desnuda del chico, cuando éste, sin levantar la cabeza ni subir la voz, habló con una serenidad impropia de un joven de diecisiete años:
— No me pegue usted, mi cabo… Que usted tiene mujer y niños. Que me pegue cualquiera de los guardias solteros.
Al cabo le cambió la cara. Se quedó un momento parado. Si no hubiera dejado el correaje colgado fuera, hubiese sacado su revólver y hubiera matado al chico allí mismo, alegando luego que se le revolvió intentando arrebatarle el arma. Pero ya no cabía salir por su arma reglamentaria. Simplemente, abrió la puerta y salió de la habitación, pensado que ya tendría tiempo de encontrárselo en el campo, donde la muerte de un ratero pareciera más normal que allí dentro. Se dirigió al guardia que le había acompañado en el servicio, dándole el vergajo:
— Pégale tú, que temo que a mi se me vaya la mano.
(Fragmento de «PERNALES, el último bandolero» de Manuel Pedrosa)
Francisco Carvajal y Estrada.
Se llamaba Francisco Carvajal y Estrada. Fue Fiscal Municipal y jefe de la Policía de Puente Genil, durante el bienio 1905-1907 y años posteriores. También era periodista (tengo recogidos varios artículos suyos). Pero, sobre todo, era un auténtico «Sheriff» de la zona y azote de delincuentes.
Tiraba como pocos, con revólver y con Winchester. Tenía y valoraba un caballo que admitía disparar a través de sus orejas (eso que sale en los westerns americanos de que los indios y vaqueros disparan desde lo alto de cualquier caballo es mentira). Y perseguía a malhechores y bandoleros por deporte, ya que nunca tuvo problemas económicos, ni tampoco era obligación suya salir al campo a caballo a perseguir y atrapar bandidos. Llegó a pedir al Gobernador de Córdoba una autorización para detener bandoleros incluso fuera de su demarcación.
Con «Pernales» se retó a muerte, y el bandolero, que también había jurado matarlo a él, se presentó una tarde en el Casino de Puente Genil, que frecuentaba Francisco, con la escopeta cargada para pegarle dos tiros. Carvajal no estaba allí ese día. Por cosas del destino a «Pernales» lo mató otro. Y Francisco murió de enfermedad unos años después.
Fue un tío que se vestía por los pies, de un tiempo en que era cosa corriente salir al campo, o de viaje, con una escopeta en el arzón, un revólver en la cintura o una faca en la faja.